Es
al día de hoy que todavía me acuerdo de aquella historia que llegó a mis manos
a través de cartón viejo, con remaches de cobre. Lo había robado de la
biblioteca de la escuela; nunca supe que fue lo que me llevó a hurtar el libro,
pero fue un impulso, impulso que me perturbó y me compungió varios días, y
numerosas noches. Como si brillara por dentro, mis ojos fueron absorbidos por
esa luz y la mano, incontrolable, se hacía con el libro entre sus dedos;
índice, mayor y anular; luego el pulgar, salteando al meñique. Ni lo miré, lo
guardé en la mochila y me fui rápido para mi casa, a unas pocas cuadras de ahí.
Lo
saqué del morral, pero esta vez el brillo no se encontraba más; ese pedazo de
sol que antes había visto dentro se había extinto. Solo había dos
posibilidades, pensé, y ninguna de las dos era del todo lógica. Tenía que haber
una tercera; pero el mismo nerviosismo producido por no poder pensar, me
impedía relacionar más de dos o tres ideas. Era un círculo vicioso.
“Tal
vez la primera página tenga la respuesta.”, y me apresuré a abrir la dura y
meticulosa encuadernación que poseía, la misma poseía más de tres sistemas de
sujeción. A pesar de ser un chico bastante mañoso, quebrar los sistemas de
seguridad me fue bastante complicado; entre el cuero viejo, el metal oxidado y
mis manos sudadas cada intento parecía inútil, y cada pequeño logro, era un
paso más hacia la locura, hacia la crisis, hacia la deserción. Luego de una
ardua lucha, opté por dejarlo ahí, tal vez a la noche lo reintentaría.
La
ducha fue un excelente momento para acariciar las ideas, que habían estado muy
alteradas durante los últimos minutos, y poder poner las cosas en orden. Había
algo que yo estaba seguro: loco, no estaba.
Mientras
me envolvía en la toalla, me di cuenta que mis manos estaban demasiado rugosas,
ásperas, y algo despellejadas. No podía entender que pasaba con ese libro. Tal
vez era sólo mi imaginación, mi conciencia diciéndome que devuelva el libro
robado. Anhelaba que fuera mi conciencia.
Todo me perturbaba; veía el libro en todas las esquinas de mi habitación: oscuro, apagado, insípido; y aun así tan deseado. A medida que me vestía caminaba alrededor de él, pues si me quedaba quieto lo sentía moverse alrededor mío. Era ese texto maldito; ese relato de muertos, de fantasmas, demonios y vampiros que se habían inmiscuido en mi razón.
Todo me perturbaba; veía el libro en todas las esquinas de mi habitación: oscuro, apagado, insípido; y aun así tan deseado. A medida que me vestía caminaba alrededor de él, pues si me quedaba quieto lo sentía moverse alrededor mío. Era ese texto maldito; ese relato de muertos, de fantasmas, demonios y vampiros que se habían inmiscuido en mi razón.
Descarté
esa teoría, aún no lo había leído y supuse que no merecía ser prejuzgado. Me
senté suavemente en la cama, absorto en esa tapa de aspecto desvencijado,
mientras mis pensamientos atravesaban mi mente sin intención de asentarse. Inhalé;
sentí fluir el aire por mis pulmones, lo dejé salir lentamente. Repetí el
proceso. Percibí los pulsos nerviosos que iban desde mis ojos hasta mi lóbulo
occipital; los cerré. Sentí la luz, esa estrella, que se encontraba en el
libro, brillaba con más fuerza que antes. No quise abrir los ojos, pero sabía
que el fuego había vuelto; tenía miedo de abrir los ojos y que desapareciese
otra vez. Aproveché estos instantes para intentar dilucidar la intriga que me
generaba este ejemplar. Casi como una partida de tetris, las ideas empezaron a
acumularse en mi ingenio hasta el agobio.
Con la fuerza de voluntad
acumulada, descubrí las pupilas y solo quedó frente a mí un fulgor. Era mucho
más brillante que los faros de un auto, que un incendio, que el sol; y aun así
no me encandilaba. La tomé con mis manos y reconocí la textura del cartón y
quebré los seguros. Leí la primera página. Allí, escrito en letra gótica y con
pluma de tinta se leía el título del relato: “Malleus Maleficarum”
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